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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Lía Burbano Mosquera

Lesbiana, novicia y feminista

Siempre fui lesbiana, pero lo descubrí a mis 15 años, en 1985. Esta palabra era totalmente desconocida para mí, así que simplemente diré que me descubrí diferente.

Recuerdo que, así de pronto, todo un mundo nuevo se abrió dentro y fuera de mí. Descubrí el amor y el dolor al mismo tiempo. El silencio y la soledad se convirtieron en mis grandes aliadas para ocultar esto que me hacía diferente. Para sobrevivir, construí una doble vida. Ya no era una sola persona, era dos, era doloroso y agotador, pero debía hacerlo porque no conocía otra forma de hacerlo.

A mis 20 años despertó mí vocación religiosa. Huí de casa y me refugié en la congregación que me acogió con amor; aquella donde conocí a una de las mujeres más importantes de mi vida, que vio en mí algo que yo no había visto antes, que me miró a los ojos y me hizo sentir una forma de amar diferente, libre de dolor; ella fue mi madre espiritual. Pensé que Dios sabía perfectamente quién era yo y que, si Él había decidido llamarme, Él se encargaría. Total, estaba ahí para vivir según el voto de castidad, así que daba igual si me gustaban los hombres o las mujeres.

Entonces, me enamoré.

Mi primera pareja fue una compañera del noviciado. Durante dos años fuimos muy felices y nunca cuestionamos nuestra vocación religiosa, eso no estaba en duda para nosotras.

Para nuestro último año de noviciado, fase final para recibir los primeros votos, fuimos de retiro por dos semanas. Hermoso, aunque intenso y cruel. Un lunes, a las 10 a.m. para ser más precisa, el padre espiritual inició la jornada leyendo Rom.1,26-27 y 1Cor.6,9-10. Aquellos horribles pasajes de las cartas de Pablo (homofóbico y fariseo) contra la homosexualidad derrumbaron mi mundo de amor. ¡Cuánto odio en las palabras de San Pablo! No sé cómo logré contener las lágrimas y la desesperación; apenas pude, salí corriendo y fui a la capilla, me arrodillé y le pedí perdón. Mi cabeza daba vueltas. Me sentí mala, sucia, pecadora, culpable… por primera vez mi diferencia contravenía con mi vocación. Regresé a mi habitación, mi pareja, mi hermana, mi amiga secó mis lágrimas y me abrazó. Yo le trataba de explicar que lo que hacíamos estaba mal, que nos iríamos al infierno, que debíamos acabar con esto y confesarlo. No paraba de llorar, pero sus brazos seguros me calmaron. Me dijo que todo estaba bien y me besó. Recuerdo que hicimos el amor en esa habitación, uno de los dormitorios comunes de la Casa Madre, donde nuestra Fundadora había iniciado esta Congregación. Un pacto de amor. Volví a sentirme llena de amor, de paz y de espiritualidad.

Nuestra relación fue descubierta y me expulsaron del convento y de su institución. Aquella congregación que un día recibió mi vocación con amor, ahora me hacía sentir todo su desprecio por mi diferencia; me preferían resignada, dividida, agotada en dos vidas paralelas antes de comprender que yo era una sola persona; que mi lesbianismo y mi espiritualidad confluyen como río inagotable. Con ellas, aprendí que “el amor nunca hace mal a otros” (Rom.12,10); pero, ese amor que ellas me habían enseñado, me había liberado del silencio, la soledad y el dolor. La congregación perdía a una mujer con auténtica vocación.

Luego decidí ser educadora para conducir a mis estudiantes por los caminos de la libertad y la justicia social con amor y espiritualidad. Volví a sonreír y los rituales coloridos del amor me sanaron. Me reconcilié con Dios y comprendí que Dios no es lo mismo que Iglesia; que Dios es Padre, pero también Madre; que la Iglesia no es el templo, sino la comunidad; y que la Iglesia y el Estado son asuntos separados. La Teología de la Liberación me salvó del fundamentalismo religioso.

Con los años, profundicé mis estudios teológicos. Dirigí grupos juveniles, fui catequista y misionera; también di clases de Teología y Espiritualidad, fui Directora del Departamento de Pastoral de una importante institución educativa en Guayaquil. Y todo este tiempo seguí siendo lesbiana.

Jesús de Nazaret me amaba tal como yo era y me hacía sentir su amor todos los días. Mi espiritualidad estaba centrada en su amor y en buscar su justicia perfecta. Lo demás vendría por añadidura.

Quizá el momento más hermoso del confluir entre mi lesbiandad y mi espiritualidad ha sido durante una celebración de Pentecostés, cuando un sacerdote que admiro y respeto se refirió al tiempo que pasé ocultando mi lesbianismo en la iglésia y dijo: “Lía, ¡cuánto has de haber sufrido! Quiero que sepas que Dios te ama y que muchos en la Iglesia pensamos igual”. Luego llegó el momento más importante de toda eucaristía, la consagración; esta parte donde las y los creyentes sentimos con profunda fe que el vino y el pan se transforman en la sangre y la carne de Cristo, espiritualmente hablando; él, mi amigo, mi hermano, el sacerdote, me llamó y me dio el cáliz con el vino, y él tomó la patena con las hostias e hizo las oraciones de rigor conmigo, allí, al frente de todos y todas; yo, la lesbiana, la mujer, la cristiana, en ese glorioso instante, fui parte de la comunidad y en comunidad todos somos uno; “uno en el sentir y en el pensar” (Hech.4,32). Este además se convirtió en mi primer acto de visibilidad, yo por fin era una sola.

Durante 20 años me mantuve cercana y muy activa dentro de la Iglesia Católica. Compartí mi espiritualidad, serví con gran amor y coherencia, aprendí tanto y crecí en todos los aspectos de mi vida. Formé una familia y tengo un hijo maravilloso a quien amo, admiro y protejo tan intensamente como Noemí lo hizo con Rut (Rut1,16-17). Desde aquel momento, hasta hoy, nunca he sentido que Dios/Diosa me haya dejado de amar por ser “diferente”. En las palabras de Jesús encontré razones para seguir creyendo, para saber que lo único que nos hace diferentes, ante sus ojos, es nuestra capacidad de amar y servir a quienes más lo necesiten. Jamás me he sentido fuera del amor y la espiritualidad que proviene de Él, de Ella o de Ellxs.

Ese mismo camino me llevó a la defensa de los derechos humanos y a profundizar mi compromiso por la visiblidad, derechos y autonomía de las mujeres y de las personas LGBT -Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans. Nadie merece vivir cargado de sufrimiento y culpa menos por su orientación sexual e identidad de género. Son parte ineludible de lo que somos como personas, como creyentes y como ciudadanos y ciudadanas.

Hace 8 años decidí apartarme de la Iglesia Católica, mi decisión no fue mi orientación sexual sino una acción de apostasía, he renunciado de forma voluntaria y plenamente consciente, he abandonado mi fe, no en Cristo, sino en la Iglesia como institución, en las personas que sostienen esta institución que discrimina, en instituciones católicas, evangélicas o de cualquier creencia o religión que inmunizan a sus funcionarios y no permiten el debido proceso en delitos como la pederastía y violaciones a mujeres dentro de las órdenes religiosas, en instituciones que no contemplan ni ejecutan acciones de igualdad real entre hombres y mujeres, en instituciones que más bien son un monopolio que en base a su poder hegemónico, político, económico influyen alrededor del mundo sobre temáticas sociales sin respetar la laicidad de los estados. La libertad religiosa no puede vulnerar las libertades de otros sectores, sobre todo irrespetando la expresión religiosa de las propias personas LGBTI exponiéndolas a discursos de odio que incitan a las grandes masas a la vulneración de sus derechos, al hostigamiento y acoso, irrespetando su integridad y paz tanto física como emocional.

Mi vocación sigue intacta. Soy una mujer llena de amor y con gran capacidad de servicio a las demás personas. Mi lucha es por la justicia social, lo aprendí en las personas que amé y me amaron en mi paso por la Iglesia Católica y en los pasajes de la Biblia interpretados desde el enfoque de liberación que nos dejó Jesucristo, de la madre que aún cuida de mis sueños, también de mi madre espiritual, de mi familia, del feminismo que ellas me permitieron descubrir y cuya revolución crece en mí cada día junto a mis compañeras organizadas. ¡Qué lástima que los líderes religiosos anti-derechos aún no lo hayan aprendido!

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Autoras

Lía Burbano Mosquera

Me enuncio como una mujer de clase trabajadora, lesbiana y feminista radical porque desde la raíz soy y de la raíz provengo. De profesión, soy educadora y desde muy joven he estado vinculada al movimiento social por la defensa de los derechos humanos y la participación política. Me impulsa la firme convicción en la organización comunitaria como uno de los motores de la transformación social y estructural del país que incluya y potencie las voces de las mujeres y las personas disidentes de la sexualidad y del género.